El Camino


                                                            Cuento dedicado a mi amigo y compañero, Leandro.

    Cerré los ojos y me dispuse a andar por aquel camino, un sendero delgado y árido. Sabía que atravesarlo no me sería fácil. Al menos algo de mi conciencia había quedado al resguardo. Es curioso, en los momentos próximos a la muerte no queda más que la pura conciencia del sí mismo, del self o cómo lo quiera llamar cada uno. Todo lo demás, incluso Lisa, se había disuelto como polvo en el aire. Ya no quedaba espacio, ni siquiera para los recuerdos con ella. Sus besos la noche previa a mi caída, los cuerpos calientes, pegados uno con el otro como si hubiesen sido hechos para aglutinarse, su mirada, siempre entreabierta como si así lograse mayor poder de seducción. Su voz se acercó a uno de mis oídos, su voz exhalando su amor, amor no tanto por mí, sino amor por ese momento. Momento empapado de sudor cargado de dopamina. Ahora no quedaba nada de ese momento. Absolutamente nada. Sólo conciencia pura y exclusivamente mía.  Mis pensamientos se configuraban como una antigua Epson en blanco y negro con un sonido de fondo intermitente, como si fuera código morse. El camino se levantaba oscuro, frío e imponente delante de mí. Me recordó a una escena de una de mis películas favoritas de cuando era chica, película que habré visto decena de veces o más. Uno de sus protagonistas intenta salvar a su caballo, están perdidos en un bosque. Pero el caballo termina siendo succionado por unas arenas movedizas y muere. Esta escena me ponía extremadamente triste, creo que la tristeza hasta llegaba a atravesarme. Ese dolor que yo sentía con 7 años, me hacía sin embargo sentir adulta. Me preguntaba si sentirían así los adultos el dolor y la tristeza, me preguntaba si eso era dolor o tristeza o si acaso eran  lo mismo? Y ahora me pregunto ¿Existen diferencias entre tristeza y dolor? Conceptuales seguro, emocionales no sé.
Ese martes de enero yo había elegido sostener firme la mano de Lisa, a pesar de que con el calor las manos se resbalaban y podían soltarse más fácilmente. Eso hacía que yo quisiera sostenerla más fuerte, como desafiando al calor, como si le quisiera ganar la partida. La estación de trenes estaba colapsada de gente, era hora pico, pero a mí no me importaba. Estábamos juntas, todo este tiempo que había estado sin ella, todo ese tiempo sin ella se me presentaba imaginariamente  como una gran masa amorfa de ayeres y pasados injustos. Ahora se había hecho justicia, éramos dos mujeres enamoradas no exactamente contra viento y marea, sino contra imposiciones sociales y patriarcados.
-¿Qué hora es? – Me preguntó con un tono algo apagado por las altas temperaturas y el encierro de la estación.
- Son las dos- Le dije sin mirar el reloj. A pesar del estado de enamoramiento, nunca se me escapaba la orientación temporal, yo siempre sabía qué hora era, casi con la maña de mirar el reloj cada media hora. Había aprendido a conocer el tiempo casi de memoria.
Esperábamos el tren que nos llevase para el lado de la rivera. El pavimento del suelo de la estación desprendía ese efecto visual de calor, que hace que todo lo que mires detrás del halo se mueva como en cámara lenta y  empañado. Un olor asqueroso y nauseabundo venía de algún cesto de basura como de gato muerto. Mejor referencia que esa, imposible. Empecé a sentir que ese olor se adueñaba de mí, de mi tiempo, de mi conciencia y del calor agolpado en mi mano, la que sostenía firme a Lisa. El calor empezó a pesar sobre mis hombros, un dolor (sí dolo, no tristeza y dolor, dolor puro y físico), un dolor agudo en uno de los músculos de mi espalda y en la parte inferior de mi estómago se abrió a una sensación avasallante de arcadas en la cornisa de mi boca. Mis ojos, mi vista empezó a nublarse tan rápido que casi no pude captar el proceso y el camino que recorrió el dolor. Mis oídos se inflamaron como si alguien o algo los hubiera llenado con aire y ahora se sentía como cuando te subís al avión y todo está debidamente presurizado, pero despega y sentís que los oídos te van a estallar. Le solté la mano a Lisa. Único. Mis piernas ya no eran piernas, eran dos gelatinas moviéndose de un lado a otro. Me llegó la voz de Lisa como de ultratumba, del más allá. Ya no sentía mi cuerpo mío, porque ya no lo percibía como cuerpo, eran partes, fragmentos blandos, como si me estuviesen haciendo una autopsia. Lo único vivo que quedaba eran mis pensamientos al respecto. Sino no podría estar escribiendo acerca de eso, ¿no? A pesar del calor, yo sentía frío, un frío como si estuviese en la Antártida, un frío microclimático, hecho y derecho, pura y exclusivamente mío y de nadie más. Podía oír corridas alrededor. Pero nada de eso me pertenecía. Formaba todo parte del mundo del más allá y yo estaba más acá, con frío y partes blandas, con mis pensamientos y yo. Sólo yo.
El camino se sostenía firme ahí, a pesar de mis preguntas, no se había movido ni se movería nunca. Siempre igual. Entendí que de mi dependía enterrarme como el caballo de la película o sobrevivir. Y ya empezaba a dudar si sólo dependía de mí esa última posibilidad. Miré mi reloj. Eran las 2 de la tarde. Pero las agujas de mi reloj no se movían, estaban quietas, paralizadas. Sí, en el camino el tiempo no existe. Sólo yo y mi conciencia. O mi conciencia y yo, mejor dicho. El camino se dibujaba gracias al musgo y algunos yuyos que lo contorneaban. Y el aire entraba por mis orificios nasales pero sin llegar a mi pecho,  quedaba dando vueltas en otra parte que no era mi pecho. Me dio la impresión que el camino crecía de a poco, cada hora, casi como sale una flor sin que nadie se de cuenta, en medio de la noche. El camino había crecido, sin dudas que había crecido. Se había alargado, y ensanchado, ya no era un camino delgado y árido, ahora más musgo y más vegetación crecía a su alrededor y lo que en un principio parecía un zaguán, era ahora la antesala de un pasillo kilométrico, que cada vez se veía más encerrado por los yuyos. El frío era lo único que permanecía inmutable. Las frías temperaturas que entraban por cada poro de mi piel, o algo que se parecía a la piel, como una tela que me recubría,  a mí y a mi conciencia, porque a esta altura sólo quedaban los pensamientos pelados, sin cuerpo, sin soporte físico. No era más que un primer planteamiento cartesiano, cuerpo por un lado y mente por otro lado, pero cuerpo desgarrándose, dejando de ser, y convirtiéndose en otra cosa menos cuerpo, cualquier otra cosa menos eso. Mi conciencia, que era lo único que a esta altura me quedaba, se iba haciendo cada vez más chiquita, se reducía como si fuesen gotas de agua arriba de una sartén arriba de un fuego.
Al frente, el camino. En el más acá. Y en el más allá, ella, las corridas, los gritos, los sonidos de emergencia. Algunas ramas que rodean el camino se mueven con el viento más frío que llega desde no sé dónde. Empecé escribiendo en un tiempo pretérito y ahora estoy hablando en presente. ¿Es posible que llegue de algún lugar o es viento que nace acá, en el camino? El camino es lo único que parece no moverse, sin embargo cada vez que lo miro, podría apostar por mi tía que creció unos milímetros más. Doy un paso al frente, casi lo puedo llegar a pisar, lo que podría llegar a ser mi pie derecho está muy cerca de pisarlo. Y justo en el momento en el que decido dar el paso al frente, el viento crece y el frío se enfría, todo se pone más furioso, como si hubiese una ley de furia que digitara absolutamente todo lo que pasa en el camino. Furia, eso mismo, A pesar de que todo parece quieto y en su lugar, yo o mi conciencia, en fin, puedo darme cuenta que se trata de furia, de una furia tan intensa que pensarla me da escalofríos, por así decirlo, escalofríos no sé dónde, pero es miedo lo que siento, de eso puedo estar bien segura. Y no es tanto la furia lo que me da miedo, no. Es la seguridad con que la furia se mueve, se instala, se agita y te toca. Es su seguridad, eso me aterra.
Una guitarra suena fuerte, estridente. Una guitarra eléctrica de riffs descontrolados. La sigue el tun tun de una batería, un bajo y una voz, eléctrica también. Es Nina Simone, la podría identificar de mil maneras posibles. Es Nina cantando, no, llorando la canción “Feeling good”. Y digo llorando, porque Nina llora cuando canta, literalmente se la puede ver cantando y se puede sentir lo que canta porque ella llora, porque ella sufre cuando canta. Porque ella canta lo que sufre y gracias a que sufre, puede cantar. O mejor dicho, gracias a que canta, puede sufrir un poco menos…
Me doy cuenta que acá las canciones cobran otro sentido. Se suman al movimiento del viento y al frío de lo que ya a estas alturas es un bosque y un camino que se pierde en el bosque. Y cuando Nina llega al estribillo que suena como si estuviese cantando adentro de un barril, un barril tapado, yo empiezo a notar un hormigueo en lo que podría ser mi cabeza o lo que fue alguna vez mi cabeza. La canción se oye cada vez más tapada, más alejada. Como puedo, doy un paso más hacia el frente, el hormigueo ahora es tan fuerte que no me permite pensar claramente, sólo quisiera que se fuera. Se expande y rápidamente se adueña de mis pensamientos. Ahora pienso en el hormigueo y no en otra cosa. Quisiera que desaparezca. Quisiera volver a tener recuerdos, quisiera saber aunque sea mi número de dni. Eso. No recuerdo mi dni. Es lo último que se pierde. Lo último que se pierde no es el orgullo, no. Es el recuerdo del número de dni. Y si eso no está, entonces no hay nada. Es como no haber nacido siquiera. O es como desaparecer. Lo mismo. Sin dni, sin identidad, sin memoria ni historia. No hay ley, o más bien la única ley que queda es la de la furia. O sea no hay ley. Porque es lo mismo, la furia y la no ley, son caras de la misma moneda. ¿Y quién sostiene esa moneda? ¿Quién está jugando conmigo? Tiemblo del frío o del miedo, ya no sé. Me siento oprimida, encerrada, y vaciada. Entonces caigo, ahí viene mi caída. Es ineludible. La canción llega a su fin, me doy cuenta porque siempre tuve buen oído, porque a pesar de que no escucho los sonidos cotidianos, lo importante sí lo escucho. Lo importante nunca se me pierde. Y el final de una canción es tan importante como su estribillo. Y Nina es importante. Y que ella llore mientras canta, y que yo llore porque ella llora mientras canta, también es importante. Pero ahora es otra cosa, porque ahora el hormigueo alcanzó mis párpados y no me deja ni llorar, ni sentir como yo quisiera sentir. El hormigueo, el bosque, el frío, el camino y su furia se adueñaron de mí. Pero mi conciencia todavía está conmigo.  Todavía no me la quitan. Estoy caída, pero mi conciencia es mía. Busco entre los yuyos algo que me ayude a levantarme, pero nada. Lo único que logro es patinarme y caer nuevamente por el musgo resbaladizo del camino. Entonces decido abandonarme, dejarme caer. Dejar de pelear contra la ley de la furia me alivia. Ya está, para mí ya está. Basta para mi, basta para todos. Sonrío con la poca fuerza que me queda para sonreír.
Los gritos de Lisa me despiertan. Nos quedamos dormidas en el colectivo que nos deja en la estación de tren. Queremos ir a la rivera. Son tiempos difíciles para pasear, ella me lo advierte antes de salir. Yo así y todo, decido bajar del colectivo, entrar a la estación de tren y darle la mano, sólo porque la quiero sostener fuerte. Porque sé, en el fondo yo sé que ese es un momento y que como todo momento, ese también pasará. Pero yo no quiero que pase, no quiero, no quiero. Y esto lo digo, lo pienso, lo escribo con furia. ¿Por qué tiene que pasar? Grito, ¿por qué tiene que pasar? La agarro fuerte y ella me mira, está preocupada por la hora. No a mi nivel, no porque sabe y teme que el tiempo pase, sino por el plan. El plan y el grupo de compañeros y compañeras que nos esperan en la rivera. Y justo cuando estoy sosteniéndola bien fuerte, cuando creo que soy, que somos invencibles a todo, incluso al tiempo y al clima, a los milicos y a la época, ahí nomás, al final del andén frío y largo, un falcon verde. Y mi caída. Nuestra caída. Porque las dos estamos metidas en esto. Y sus gritos, y el balazo en mi espalda, el hormigueo, y el garaje escondido en Flores. Y más milicos, y más picana. Basta para mi, basta para todos.
Cierro los ojos y me dispongo a caminar, porque ni yo ni ella ni ninguno de nosotros se da por vencido. Porque a pesar de que nos duerman, nos callen, nos abandonen a la tortura de la época, yo también lloro cuando canto. Y lloro cuando escribo, y lloro porque expreso. Mi conciencia y yo. Sólo queda un pensamiento, el único que importa. Aunque me arrastre, tengo que llegar al final del camino. Allá, la rivera, mis compañeros y Lisa. Al final del camino.


PD: Creo que finalmente, y digo finalmente por no decir cuando estamos cerca, muy cerca de la muerte, hay una vivencia muy cartesiana de la cuestión, de división entre mente y cuerpo, entre pensamientos y sensaciones físicas. Sin embargo es por ellos, malditos sean, ellos que con su furia nos han robado la propia muerte, en ese caso la mente y el cuerpo se encuentran para sentir en uno solo el dolor y la tristeza, víctimas de ellos que no sufren, que no les duele. Ellos que son pura furia. Una furia segura, sin tristeza. De ellos que nunca tuvieron ni tendrán  conciencia.

A los compañeros y compañeras, víctimas del genocidio más grande que hubo en la historia de la Argentina.
A ellos y por ellos, pura conciencia y memoria.
Por ellos y por ellas. Nunca más.




Comentarios

Entradas populares