VILLANOS POP


Se llamaba Francisco y desde siempre le había gustado el rock. Su imaginación volaba. Soñaba con ser un rockstar y tocar la viola con Eddie Vedder. Conectaba su Ibanez en el amplificador y empezaba a tirar punteos nerviosos. En esa época pensábamos que quizás cuando cumpliésemos  los 18 llegaríamos a tocar en grandes escenarios con nuestra banda de rock, que haríamos largas giras y nos acostaríamos con muchas chicas. Tocábamos casi todas las tardes  en el garage de su casa. Era el verano del ´86 y habíamos  terminado 2do año de la secundaria. Francisco (nosotros preferíamos llamarlo “Pancho”) debía 8 materias ese verano y los viejos lo habían cuasi amenazado, diciéndole que si no se ponía a estudiar, le iban a romper el culo a patadas. Literal. Pero la verdad es que los viejos eran dos tipos bien, de San Isidro, de esos que rompen las pelotas con palabras y no con patadas en el culo. No sé, quizás es puro prejuicio mío. La vieja, martillera pública y el viejo “Juanca”, ginecólogo. Él iba al San Isidro Labrador, el colegio. Yo en cambio iba a una pública, bah cuando quería. Mi viejo, ex adicto al crack se estaba recuperando en una granja en Unquillo, Córdoba. Y mi vieja, una pobre mina, laburante como ella sola, nos tenía que mantener a mi hermano y a mí con lo que ganaba de empleada en la quinielera. Con Pancho nos habíamos conocido en la calle, él estaba llevando su viola a calibrar a la casa de su profe ahí por el centro de San Isidro. Yo, llevaba mi bajo en un estuche de tela, y me estaba yendo a la casa de unos pibes con los que tocaba algunos temas de punk que sonaban horriblemente mal. De por sí, los temas eran horribles y nosotros los tocábamos muy mal. Qué se yo, ahora lo veo todo desde lejos, pero me parece que el punk argento no es malo si lo tocás a una cierta hora de la noche. Pero nosotros teníamos 14 y apenas arrancábamos con el tema de tocar en bandas. Hacíamos covers de Los Testículos, que más tarde serían Los Violadores, o tocábamos “Operación Humano” de Los Baraja. Ese dentro de todo nos salía bastante bien. Nos habíamos conocido con Pancho en la calle, yo había parado en un kiosko para comprar algunos cigarrillos sueltos, y él justo entraba para comprar una gaseosa. Ahí al toque miró mi estuche y con un movimiento de cabeza, me preguntó qué tocaba.
La casa de Pancho estaba cerca de las vías del tren, a metros de la estación de San Isidro, sobre la calle Lasalle. Nos juntábamos casi toda las tardes, con los otros pibes, Nacho y Nicolás y bueno, yo, a mi me apodaban el zunga. Cada martes caminábamos por Lasalle derecho, pasábamos primero por mi casa, ahí en Primera Junta y la vía y le robábamos algunas birras a mi hermano que sacábamos de la heladera. Aprovechábamos que mi hermano a esa hora estaba laburando y le usurpábamos dos o tres. Por suerte entre mi hermano y yo teníamos un acuerdo. Yo le sacaba algunas birras, él no le contaba nada a mis viejos y a cambio yo le daba unas fotos que le sacaba a una vecina, que cada mediodía, cuando volvía de la facultad, se quedaba en tetas en la casa. La mina andaba desnuda de acá para allá y yo desde el frente del comedor de mi casa, le sacaba fotos con la kodak de rollo. Era bueno capturando los momentos justos, por ejemplo cuando ella justo pasaba por la ventana y entonces… chack, foto. Después las mandaba a revelar, las buscaba y se las pasaba a mi hermano. Mi hermano se hacía unas buenas pajas con esas fotos y yo seguía chupando birra con mis amigos. Después del tejemaneje con las birras, seguíamos camino hasta la casa de Pancho. Cargábamos una bolsa de tela con bolsas de nylon adentro para que no se escucharan los sonidos de vidrio de las botellas cuando golpeaban. Y encima de las botellas, poníamos unos repasadores viejos, paquetes de papas fritas, un poco de porro que conseguía Nacho  y  algunas galletitas dulces para el  bajón. Con un apretón fuerte para adentro, abríamos la puerta del garaje de la casa de Pancho, que daba a la calle. Adentro, la bata de Nicolás, a medio armar, la viola de Pancho apoyada contra la pared izquierda, mi bajo contra la otra pared  y dos micrófonos de pie, uno en el centro y el otro de mi lado. Todavía puedo ver todos los instrumentos como en una foto, tengo fija en la cabeza esa imagen. Siempre flashaba que los instrumentos tenían una vida propia, secreta, que nos esperaban durante toda la semana, que descansaban hasta ese momento. Entre cagadas de risas y chistes verdes, agarrábamos cada uno su instrumento y nos poníamos a tocar. Tocábamos algunos temas punkis rápidos y violentos. Varios covers de los Ramones, Sex Pistols, Attaque y de Television. La voz de Pancho gritaba algunas notas que rompía en los agudos, pero en los bajos sonaba limpia y afinada. Era una voz distinta, con onda. Hacíamos Poison Heart de los Ramones y nos salía de puta madre. Me acuerdo que un martes estábamos tratando de sacar Black Dog de Zeppelin, hiper concentrados hasta que  Nacho se rajó un pedo y nos empezamos a cagar de la risa. Nacho no tocaba nada, venía a escucharnos y a fumarse algunos porros, era un armador profesional de faso. Él siempre conseguía, tenía un contacto en la plazoleta de la esquina. En fin, después empezamos de a poco a componer nuestros propios temas. Escribimos un tema que se llamaba “Mi mamá me ama y me odia al mismo tiempo” y “El perro de la vecina es un hijo de puta”. Después de tocar, nos quedábamos sentados en el piso del garaje tomando algunas birras y fumando porro. Hablábamos de rugby, fútbol, chicas y a eso de las 4 y media, nos íbamos. Pancho se quedaba largo rato con su Nintendo tirado en el sillón del living de la casa y jugaba mientras escuchaba algún que otro disco de Tommy Tutone hasta que llegaba la vieja de trabajar. Entonces, subía a su cuarto y hacía como si estuviera estudiando o haciendo la tarea. Pero en realidad me llamaba por el walkie talkie y  como yo vivía a media cuadra, la señal todavía llegaba. Empezábamos a crear historias con protagonistas como Sergio Denis o Gladys la Bomba tucumana. Como ellos hacían música que nosotros odiábamos, entonces nos copaba crear historias en las que nosotros éramos algo así como monjes del rock y teníamos que salvar al mundo de la invasión de los cantantes melódicos o de la cumbia. A su vez, a nivel internacional, había todo un movimiento de bandas como Dexy´s midnight runners, Wham o A-HA que de alguna manera fusionaban el pop y el melódico,  sólo que en inglés todo suena mejor. Yo recortaba de algunas revistas que tenía mi vieja en la peluquería imágenes de Sergio Denis o de César Banana Pueyrredón y les dibujaba cuernos, bigotes nazis,  ojos de diablo, etcétera. Nos meábamos de la risa con las historias que inventábamos, decíamos que Sergio y Banana salían y se culeaban el uno al otro. Éramos dos boludos de 14 años fanáticos del rock. Llegaba un momento que nos reíamos tanto que se escuchaba desde abajo y entonces  la vieja de Pancho o mi vieja golpeaban fuerte la puerta o directamente entraban, puteando y sacándonos el walkie talkie. Entonces no nos quedaba otra que sentarnos a hacer la tarea o ayudar a cocinar y todo eso que a los pibes no les gusta hacer. Sin embargo estoy seguro que en ese momento no nos importaba demasiado porque sabíamos lo que queríamos. De todo el grupo, Pancho y yo éramos los más convencidos respecto a querer seguir tocando hasta llegar a escenarios  grandes como el River. Bueno quien dice River, dice el Wimbledon. Claro, sí para soñar hay que soñar bien. Me acuerdo que sólo nos importaba tocar y cantar hasta que se nos reventaran los músculos del cuerpo y hacernos unas buenas pajas escuchando Iron Maiden de fondo.
Era un martes frío de agosto, Nacho había conseguido unas flores que supuestamente le había comprado a un tipo en una fiesta de esas que cada tanto hacen en la ribera. Digo supuestamente porque Nacho era alto mentiroso, siempre nos contaba de las minas que se cojía y cómo se las cojía y nosotros sabíamos que en el fondo era más virgen que el aceite. Sin embargo lo escuchábamos y opinábamos, creo que era más un juego entre nosotros que otra cosa. Ese martes Pancho no tenía clases por una jornada de puertas abiertas que había organizado su escuela y yo, aprovechando esa situación, me rateé de la mía. Tenía de profe de matemáticas a una vieja muy hija de puta, nunca me la voy a olvidar. María Luisa se llamaba y posta que era muy hija de puta. Se paraba adelante mío y, como sabía que yo era duro con las matemáticas, me desafiaba a ir al pizarrón y resolver alguna cuenta que para mí era una especie de jeroglífico encriptado. En cuanto empezaba a vacilar, ¡pum! La vieja arremetía con alguna frase jodida acerca de mi capacidad de aprendizaje y madurez. Todos me acuerdo que se quedaban muy quietos y callados en sus bancos, tenía terror que les pasara lo mismo. Creo que la vergüenza y la humillación delante de todos  es lo peor que te puede pasar a esa edad. Y la escuela se nutre siempre del miedo y la humillación. Terminás quedando muy expuesto y es un lugar tremendamente solitario. Me acuerdo que después de las clases de María Luisa, me iba al baño a vomitar. Vomitaba cualquier cosa que tuviera en el estómago, a veces era la nada misma y la vomitaba igual. Ese martes había decidido ratearme de la clase de María Luisa que era a las 8 para fumar flores con los pibes. Los martes eran además el peor día de la semana, teníamos dos horas seguidas a la vieja hija de puta y las últimas horas, historia. En historia teníamos a Pedro, un chabón buenudo al que los chicos de la clase le hacíamos prácticamente bullying. El tipo no estaba hecho para ser profesor de una clase de adolescentes. Era flacucho, con pecas, pelo algo despeinado y medio jipón. Cada vez que se daba vuelta para escribir algo en el pizarrón, arrancábamos una hoja de la carpeta y hacíamos avioncitos que tirábamos hacia donde estaba él. Pedro entonces se daba vuelta y con dificultad, tartamudeando pedía que no lo hagamos más y prestemos atención.  A mí en el fondo me daba lástima el tipo. Parecía un tipazo, pero de esos que de tan bueno, los cagan de todos lados. Bueno resulta que ese martes me rateé y me fui para la casa de Pancho. Nacho metió las flores adentro de una bolsita de nylon y la envolvió con papel film. Nos fuimos a una plazoleta de la esquina, y empezamos a contar chistes verdes, uno atrás del otro. Después Nacho sacó las flores y armó un faso. Fumamos durante no sé cuánto tiempo, pero sí recuerdo que en un momento se hizo de noche de repente y nos vimos en medio de la oscuridad, cagándonos de risa, pasando el faso de una mano a la otra. En el medio nos bajamos tres botellas de cerveza y dos paquetes de papas fritas. Estábamos a punto de irnos cuando escuchamos un ruido fuertísimo, como de bomba de estruendo, que salió de una de las casas alrededor de la plazoleta. El ruido fue tan fuerte que tuvimos que taparnos los oídos y agacharnos con las manos agarrándonos fuerte los extremos de la cabeza para no perder más frecuencias auditivas de las que ya habíamos recientemente perdido. Y en ese ruido fuerte, sentí como si todo el mundo se hubiese sacudido, como si alguien hubiese disparado muy cerca de mis oídos. El sonido fue rápido e intenso, apenas duró dos segundos. Pero nosotros tuvimos que quedarnos un rato más hasta sentirnos recompuestos. Apenas pudimos hablar, me di cuenta entre la oscuridad, la cara de terror de Nacho y el gesto de incertidumbre de Pancho. Miramos a nuestro alrededor, y no había absolutamente nadie en la plazoleta. De hecho, lo único que nos rodeaba además de la oscuridad y la poca luz que emanaba la luna, era una neblina que cada vez se volvía más y más espesa. Al cabo de unos minutos más, sentí cómo mis piernas se debilitaban de golpe, unas ganas de vomitar tremendas y sudor a cantidades emanando de cada poro de mi piel. Creo que lo último que me acuerdo es de ver a los chicos que también caían al piso conmigo en un estado de debilidad que por lo menos yo no había sentido en mi puta vida.
Cuando me desperté, era de noche todavía, estaba en mi cama, acostado. Entonces agarré el walkie y le mandé señal a Pancho. Pero Pancho no contestaba. Empecé a preocuparme, a mirar para todos lados de la habitación, a examinarme las manos, los pies. Los pies. Mis pies estaban negros, tenían algo que parecía ceniza pegada a las plantas del pie, como si hubiese caminado descalzo por algún suelo asquerosamente sucio. Realmente no entendía un carajo lo que estaba pasando o lo que había pasado. Salí de mi cuarto para ver si estaba mi vieja o mi abuela que dormía siempre en el sillón. Nadie. Miré la hora del reloj de la cocina y eran la una y media. Resultaba raro que no hubiese nadie en la casa. Me empezó a latir con todo el corazón y entonces me di cuenta. Estaba muy fumado, probablemente esas flores habían sido tremendamente explosivas, quien sabe. Probablemente mi vieja y mi abuela habían ido a la farmacia a comprarme algo para despertarme, muy preocupadas por mi aspecto y estado. Y probablemente Pancho y Nacho estuviesen despertándose como yo, sin entender un carajo lo que había pasado. Se me vino a la cabeza el ruido de la bomba, el olor a neblina y la oscuridad de la plazoleta. Me fui al living donde teníamos el teléfono y sin pensar en la hora de la noche, marqué el número de la casa de Pancho. Pero cuando estaba marcando el tercer número, noté que el teléfono no tenía tono y no solamente eso, sino que había sido desconectado violentamente de la ficha. Me empezó a latir el corazón con fuerza y empecé a dar algunos pasos para atrás respirando cada vez más fuerte.
Toc toc toc. Sonó la puerta. Alguien estaba del otro lado, golpeando. Me asomé por la hendija de la cerradura, pero fue inútil ver algo, estaba muy oscuro. Toc toc toc. De nuevo, pero esta vez con más fuerza.
-          ¿Quién es? - Pregunté asustado.
-          Soy Sergio. Sergio Denis. – La respuesta me dio vuelta la cabeza, como si me hubiesen agarrado de los pies y me hubiesen cagado a golpes en la cabeza.
-          ¿Quién?- Volví a preguntar más fuerte.
-          Soy Sergio Denis. Abrime por favor. – Inmediatamente pensé que se trataba de una joda, una joda muy mala.
Guardé silencio y entonces el tipo empezó a cantar su hitazo. “Te quiero tanto”. Me sobresalté al escuchar que era la voz del mismísimo Sergio Denis.
Decidí entonces abrir la puerta y que fuera lo que Dios Ozzy Osbourne quisiera. Una neblina verde invadió rápido la entrada a la casa y pude ver la silueta de Sergio Denis. Atravesó la neblina verde y apareció él, bronceado, con una camisa blanca y una sonrisa de oreja a oreja. Se pasó la mano por el jopo del pelo en un gesto típico de Sergio Denis. Y me dijo:
-          Me estuvo llegando información que acá hay una zona de conspiración contra algunos de los representantes de la música pop y melódica argentina.
-          ¿Música? – Me empecé a reír fuerte. Entonces Sergio cambió su cara, dejó de sonreír y con fuerza, me capturó del hombro con una mano pesada. Me llevó arrastrando a mi habitación, como si supiera donde quedaba cada lugar de la casa. Me empujó a la cama y sacó de su bolsillo una soga. Yo miraba toda la escena atónito, como si estuviera fuera de mi cuerpo. Me ató las manos al respaldo de la cama y las piernas entre sí. Se paró frente a mí y de golpe empezó a sonar el tema “Te quiero tanto” como si saliera de algún reproductor con sonido en estéreo. Él cantaba con su sonrisa y se levantaba cada medio segundo las mangas de su traje blanco. Me obligó a escuchar ocho canciones seguidas, cantadas por él en vivo, en mi cuarto.
Pasaron las canciones, una detrás de la otra, sin demasiada pausa. Y yo pensaba que estaba viviendo una pesadilla, literal, pero todo se sentía increíblemente real. Lo que estaba pasando en ese momento era increíblemente real. Sergio Denis cantando a los pies de mi cama y yo atado de pies a cabeza. Cuando terminó de cantar el octavo tema, volvió a su gesto serio, despojado de su sonrisa forzada y pensé que sin aquella sonrisa, parecía otro tipo. Se sentó al borde de mi cama y me dijo:
-          Nunca más subestimes a nadie. – Apenas terminó la frase, me entregó un cuaderno con acordes y algunas letras.
-          ¿Qué carajo es esto? – Le pregunté todavía confuso por toda la situación.
-          ¿Ésto? Una nueva noche fría. En el barrio – Me respondió y sonrió. – Estos acordes son peligrosos. Ojo. – Agregó.
Y de un momento a otro, escuché fuerte el sonido que había oído en la plazoleta ese mismo día. Sergio desapareció y yo me volví a dormir.
Había pasado una semana y Pancho y yo nos encontrábamos solos en el garaje de su casa. Él todavía me contaba algunos de los detalles de su encuentro con Cesar Banana Pueyrredón, esa misma noche en su casa. Le había pasado exactamente lo mismo que a mí, salvo por lo del cuaderno. Nacho en cambio no había recibido visita alguna.
Nos empezamos a cagar de risa de lo que nos había pasado y la flashada que habíamos pegado con esas flores. Después yo saqué mi cuaderno y empezamos a tocar los acordes que Sergio me había dado. Yo creía que eso lo había escrito en medio del viaje de flores que tenía. No había otra explicación. Llamamos por teléfono a Nicolás y le dijimos que teníamos un tema que podía llegar a ser un hitazo mientras nos cagábamos de risa.
Pasaron muchos años y Pancho y yo perdimos el contacto. Creo haberlo visto alguna vez caminando por el centro de san Isidro con un traje de oficinista y un portafolio. Yo en cambio era empleado de la quinielera en Centenario y Alsina, donde había trabajado mi vieja que ya estaba jubilada. En los ratos libres me ponía a pensar en aquel encuentro con Sergio Denis y en lo poderosas que habían sido esas flores. Pero sobre todo en las palabras de Sergio: “Nunca más subestimes a nadie”. ¿Qué me había querido decir? “Estos acordes son peligrosos” ¿Qué significaba eso?
 No recordaba dónde había guardado el cuaderno ese. Me había mudado incontables veces y seguramente lo había perdido entre tanta mudanza.
La tarde en que me pareció verlo a Pancho caminando por la calle fue la tarde de la tragedia. Me tomé el tren hasta retiro porque tenía un recital en once.  “Viejos en camiseta” era una banda que yo seguía hacía muy poco. Esa noche tocaban en La matrera, un bolichito cerca de la plaza de once.  A la banda no la conocía ni el loro, pero tenían temas cuadrados y cortos como me gustaba a mí. Esa noche, cuando llegué al bolichito, estaba cerrado. Puteé por haberme ido al pedo hasta el lugar y estaba a punto de tomarme el bondi de nuevo para retiro cuando empecé a ver un montón de pibes en cuero y banderas yendo a algún lugar por ahí cerca. Iban cantando canciones de “Callejeros”. Francamente el nombre me parecía original. Iban gritando y saltando. Decidí seguirlos y compré la entrada para el recital. Entré al lugar, era grande con un escenario de no sé cuántos metros y columnas pero techos bajos. Me compré una Quilmes y empecé a tomar mientras esperaba que toque la banda. Estaba hasta las manos el lugar, había miles de personas. Estábamos todos apretados y cuando empezaron a tocar, yo me sentía algo mareado por el calor y la cerveza. Abrieron el recital con los acordes de su hit que era “Una nueva noche fría en el barrio” y entonces entendí todo. ¿Cómo podía ser? Aquel era el tema de mi cuaderno, los acordes y la letra que me había dejado Sergio Denis aquella vez. El cuaderno se había perdido y seguramente algún gil con suerte lo había encontrado. Alguno de los giles de esta banda. Ellos ahí arriba tocando mi tema (bueno, el de Sergio en realidad) y yo escuchando cómo tocaban algo que podría haber sido mío. Empecé a sentir cómo mis piernas flaqueaban y en ese preciso instante volví a escuchar el ruido fuerte como de bomba de estruendo y una neblina verde me envolvió. Caí al suelo golpeándome entre los que estaban al lado mío, transpirados, que saltaban con la música. Y ahí lo vi. Sergio. Sergio Denis de nuevo. Con una sonrisa me miró y me dijo. “Nunca subestimes a nadie más. Y menos a los cantantes de pop melódicos.” Me pasó la mano por la cara para cerrarme los ojos y me dormí para siempre con un sonido de gritos de fondo, humareda y fuego. Yo era ahora uno de los pibes de la tragedia. Yo era como una de esas canciones del punk argento que tanto me gustaban. Cortas, fáciles e intensas. De esas que terminan violentamente rápido. No había llegado ni a River ni a Wimbledon. Había llegado a Cromañon para no salir nunca más.



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