El chango López…y el tobogán azul… por Ursula Marina
El chango
López extraña aquéllos sábados desde las 11 de la mañana hasta las 3 de la
tarde, a la hora que terminaba ese programa de Tv que tanto le gustaba mirar
junto a su hermano, comiendo ensalada de lechuga y tomate con limón. Mañana de
olor a ducha dulce y sabor a milanesitas de carne de ternera con coca cola. Esos
sábados nunca volverán, él lo sabe y es esa la melancolía que lo acoge, lo
reviste hoy en día. Atraviesa profundas lagunas de sal y opacados años de
toboganes y mariposas en el aire. Recuesta su cabeza en la almohada y una bola
de llanto le sobreviene como en vómito; no quiere olvidar esos sábados de
milanesita. Pronto, como un águila, arremeten las imágenes de sus primeras
mascotas; las salidas del primario; las andanzas en bicicleta con rueditas y
clase particular de matemáticas a la vuelta. El chango ahora acaricia la cara
de la almohada que da con su cara, porque una lágrima pesada gira en círculos
grises por su mejilla. El chango quiere divertirse otra vez, pero no con música
fuerte y drogas escondidas, se quiere reír, entre gatos y perros y todas aquéllas
mascotas que haya perdido a lo largo de su vida, desde adentro en una vuelta
gigante revolucionaria. El chango en la plaza comiendo manzana acaramelada; el
chango en la farmacia pesándose y esperando a su mamá que pague el último
medicamento; el chango en la escuela jugando a la mancha; el chango mirando
tele a la noche junto a sus abuelos; cuánto tiempo deberá pasar hasta que el
Chango se pueda convencer que ser más grande no implica perder la alegría en
avioneta, ni vaciarse de colores. Crecer no es una simple fantasía de chico, existe
y se desliza como en un tobogán que va para arriba en lugar de para abajo. Ser
grande es escalar alto hasta el cielo azul con escalas de amigos y fotogramas
en movimiento. Con los años añora cada vez más el tobogán azul que va para
abajo, aquél de la placita cerca de su casa. Mientras tanto sigue acariciando
la almohada humedecida por sus lágrimas…

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