CORAZÓN DE FLAN (Por Ursula Marina)
Cette
rose en fleur,
À
l'enseigne de la Fille Sans Coeur.
Dans ce petit bar, c'est là qu'elle règne
On voit flamber sa toison d'or
Sa bouche est comme un fruit qui saigne
Mais on dit que son coeur est mort
(L'enseigne De La Fille Sans
Coeur, Edith Piaf)
Muchas
y tal vez demasiadas veces el pensamiento se empeña en volver a una escena
vieja, de no sé cuánto tiempo atrás, con un fondo de perspectivas mentirosas y
otras figuras que adosamos con el tiempo y bajo la manga del inconsciente. Pero
con la suerte de cierta trascendencia atesorada en la memoria y en el devenir
de los días que nos siguen, la desenterramos en busca de alguna clave del
destino o el acertijo de nuestra propia subjetividad. Entonces resulta que la
esencia de nuestra propia vida más bien se erige en base a ladrillos
maratónicos de recuerdos viejos, pesados, espolvoreados por preguntas y
ficciones. Es en la lógica de esos giros mnémicos y aplastados por el ahora
donde anclo mis dudas y estiro el rato estriado por preguntas sin
respuesta. Los domingos ahuecados reaparecen
por semanas interminables bajo un telón gris y nublado, bajo y espeso,
horadando mi respiración y la ingenuidad en pantuflas. Y como uno más del
montón, aquel domingo agujereado de julio, al ritmo de un paso corto y lento bajando
por la calle Junín y acompasando el cuerpo sobre esos baldosones de granito al
borde de la vereda. Un viento con un cierto olor me trae el recuerdo de Hugo,
mi padre, acompañándome al aeropuerto de Ezeiza una mañana vieja de unos diez
años atrás; él con un traje gris y el anillo de casado bien agarrado al dedo
anular de su mano izquierda y en la otra mano mi valija pesada colmada de ropa
y ganas de viajar. Yo en una retrospectiva de 17 años, sobre zapatos de
ansiedades a pecas y un folletito de París en mi bolsillo que me había
entregado el francés Julien, preceptor de
mi escuela. Lo había sacado del bolsillo de su jean con una sonrisa suave, y en
juego de miradas sugestivas me dijo: -Para vos Anita, ahora que te vas, te va a
venir tres bien un mapa de calles de Paris.- La palabra “París” pasando por su
garganta y después saliendo por su boca delgada y larga, sonaba a clarinete de
Jimmy Giuffre de fondo, en compás con una mirada afrancesadamente atrayente y
alto como era, mirándome como si estuviera parado sobre la Torre Eiffel y desde
arriba me entregara el folleto de París. Y entonces yo me dispuse a completar más
convencida que nunca el formulario de intercambio estudiantil de la escuela, con
la esperanza de encontrar otros Julien en París. Julien me había hablado acerca
de una casa de familia amiga que hospedaba jóvenes de mi escuela, asique anoté
el apellido de los Delahougue en la referencia y un teléfono de París que Julien
me había dado. Después de varios días recibí la confirmación por parte de la
escuela y comencé a preparar los bolsos y la ropa, a despedirme de mis amigas,
parientes y sobre todo de mi papá. Esa mañana en el aeropuerto, le di un abrazo
tan fuerte que tuvo que soltar la valija de la mano derecha, sorprendido por mi
reacción. Nunca lo había abrazado tanto y tan impetuosamente como aquella
mañana en el aeropuerto, porque hasta ese momento jamás me había alejado por un
mes y medio de él y con miles de kilómetros y un océano de por medio. Me abrazó
férreo hasta que me levantó del piso y emitiendo un sonido largo con la voz, me
hamacó de un lado a otro mientras me seguía abrazando con más fuerza. Cuando
anunciaron mi nombre por el altoparlante, le di un beso en la mejilla y él me
bajó al piso otra vez, pero como arrepentido de toda esa situación, de los
significados en el ajedrez de aquella despedida y del avión que me esperaba. Torre
a reina. Mi padre sostuvo la valija otra vez y me despegó la mochila de mi
espalda al tiempo que movía la cabeza en un gesto de sapiencia caballeresca.
Arriba del avión pensé en Julien, en sus manos, su pelo negro, corto y sus ojos
negros y profundos. Cerré los ojos y lo imaginé debajo del Arco de Triunfo,
pero con el peso de la tarde anochecida debajo de sus pies y un beso largo suyo
subiendo por mi cuello, escalado hasta la mejilla y penetrante por mi boca
hasta resbalar en mi lengua. Quizás fue un sueño de avión o la imaginación
apunada por la altura, de cualquier modo me sentía alucinada por aquel beso bocetado
en sueños y fantaseado sin cansancio. Abajo y ya en casa de los Delahougue, la
imaginación se fue quedando sin tiempo de trabajo, porque una vez ahí, me
colmaron de bienvenidas regaladas en cajas de bombones, créme de cassis y
volteretas por la Rue Saint Honoré haciendo una parada en cada librería que se
asomara a la vista. Cyril, el mayor de los Delahougue, no hablaba una palabra
en español, pero era un acérrimo lector de novelas hispanoamericanas, traducidas
al francés por supuesto. Aún así eso le permitía tirar al aire algún que otro
nombre de autor y entonces en ese momento yo sonreía y le decía un poco en
francés, un poco en español que sí, que a Cervantes lo habíamos leído en la
escuela y a Cortázar también. Y de a poco, hora tras hora, íbamos pintando con menos
palabras y más miradas en código, un puente de comunicados que sólo nosotros
podíamos descifrar, nadie más. Nos dejábamos arrastrar tardes enteras subiendo por la Rue du Bac caminando hojas de los libros en los puestos
de la calle, parados en la puerta de la librería Gibert Jeune o en Shakespeare
and Company, a veces entre diálogos abandonados a un lado y asentando los ojos
sobre los libros y lomos de títulos en dorado. Yo de vez en cuando levantaba la
mirada y podía verlo a Cyril encajetado entre las páginas de algún libro viejo,
oliendo primero las hojas como queriendo invocar otra época agazapada en el perfume
de las páginas y las letras azotadas de tiempo y humedad. Y como en remontada
de barrilete cósmico, me tomaba por el brazo y comenzábamos a correr calle
abajo entre los parisinos hasta llegar a Le Pure Café y nos desparramábamos
sobre una de las sillas de madera acumuladas afuera unas al lado de las otras para
devorar un pain au chocolat mientras Cyril me corría el pelo de la cara y me
daba un beso en el cuello con sabor a canela.
Ahora todo emergía a modo de una escena
mentirosa, como en sueño de avión o
imaginación de las alturas. El paso lento por la calle Junín y la mano de Julien
ahora crecida, más grande, reseca y floja. Lo miré y como en un intento por
quemar los recuerdos con olor a libro y beso de canela, le pregunté:-Julien,
¿Qué vamos a hacer?, ¿Comemos por acá o nos volvemos? – Y esa pregunta
impaciente disimulando alguna hostilidad y bronca en cúmulos de burbujas
pinchadas durante meses de convivencia tambaleante y obligaciones conyugales
cada vez más pesadas y al costado de un Julien ahora caído y tirado debajo de
la torre Eiffel. Mi mano tocándose dudosa con la de él a un tiempo de jaque
mate a miradas sugestivas y voz masculina; Julien desdibujándose en líneas
difusas y temblorosas, dejando un hilo agotado de encantos y vaciado por
papeles en oficina llena de humo y café. Poco había quedado de su acento francés,
porque después de once años porteños atestados de truco y asados, colectivos y
una familia mudada definitivamente a Buenos Aires, las palabras rodadas en
erres por la garganta habían casi desaparecido debajo de la lengua manchada de
vino. Julien me miró de costado y me dijo: - Lo que vos quieras, yo no sé si
tengo hambre- Y esas últimas palabras arrastradas con dificultad y miedo, como incapaz
de tomar siquiera esa decisión chiquita, dónde parar a comer o si comer o no,
seguir caminando o sentarse. Decisiones simples, de una sola vuelta a la
redonda. Ya me empezaba a sentir fatigada, densa de tener que tomar sola tanta
decisión fácil y ligera revuelta por otras no tanto y amargada por el tono
complejo sobre mi espalda; tanta supuesta entereza molía los días y agotaba
esperanzas. Resolví sentarnos en un restaurante frente a la Iglesia del Pilar
cerca de los puestos de la Plaza Francia. Pedí una ensalada de champignones y
un vino blanco para los dos. Julien miraba para abajo o hacia los costados,
rara vez sostenía la mirada en la mía como lo hacía en la escuela cuando en ese
entonces me hablaba desde la Torre Eiffel. La gente pasaba de frente a la
vidriera del restaurante con paso tranquilo y feliz; algún turista con la
cámara de fotos colgada y varios folletos de paseo por la Recoleta y Plaza
Francia estrujados en las manos. Jóvenes yendo y viniendo de todos lados y el
museo de Bellas Artes seguramente atiborrado de visitantes asomándose cuadro
por cuadro y deslumbrados frente a trazos de colores. Pero nada de todo eso
consagraba algo de ese momento; una nube de plomo se había atascado en mi
garganta y armaba un nudo de angustia replegada en desánimos resbalados por
todo mi cuerpo hasta llegar a mis pies. Y todos esos folletos estrujados en las
manos de turistas pasando por adelante mío, como en burla explícita por esos
días ya muertos, tardes de libros y chaude chocolat bajo el toldo de Café Le
Flore o el ruido crujiente del croissant fresco y recién salido del horno, al
principio crocante en la boca pero un segundo mágico después en entrega de
gusto suave y dulce sobre el paladar y la mano de Cyril de nuevo corriéndome el
mechón de pelo, dándome un beso al costado de la boca donde una miga de
croissant se había quedado pegada entre la boca y el costado de mi pera. Y de
fondo, notas histriónicas en saxo de Charlie Parker llegando desde los
parlantes de una disquería sobre la Rue de Lille y el olor a café molido entremezclado
con erres afrancesadamente arrastradas en el aire de la calle. Y los ojos de Cyril posándose sobre mi nariz,
mi pelo, concentrados en mi boca, la melodía estridente de Edith Piaf trepando
por mi pecho hasta llegar a mis oídos y entonces estallo en un canto de
felicidad como de pájaro cantor, con el pecho inflado de aire y notas que
silban en el viento. Mi boca apretada contra la de él, debajo de un árbol a
orillas del Sena y de frente al museo de Orsay. Y sus manos sobre mi cintura,
fuertes y seguras, decididas a arrebatar algo más de mí, quizás el jugo de mi
alma para tragársela en un sorbo suave y espumante y devolvérmela en cuenta
gotas de besos confiscados y a bordo de tardes anochecidas en la puerta de
alguna librería o en la mesa de algún café.
Julien ahora había terminado su plato y seguía
mirando para abajo, sin hablarme y yo que buscaba de nuevo entre otros
recuerdos espolvoreados de imágenes años atrás en un escenario de entrega de
diplomas y la voz de Julien invitándome a tomar un trago a la salida. Su voz
todavía bañada en notas de erres en francés y nuestro primer beso, distinto
pero no descomunal ni destacadamente magnífico. Las salidas al cine, los mismos
gustos de películas y ganas de otoño, pero en veredas distintas en cuestiones
de literatura y gastronomía. Mastiqué un champignon y entonces lo vi a Julien
apagándose con los años; casi adoptado por un Buenos Aires, exfoliando un París
amarillento en fotos de sus abuelos y bisabuelos. Mordí el último champignon de
mi plato y le dije que pidiéramos la cuenta, pero él insistió con el postre y
pensé que al fin tomaba una decisión con respecto a algo, aunque se tratara de
un postre de domingo y no del fin de la relación, suponiendo que la hubiera. Vi
cómo se asomaba histérica a la ventana del restaurante una chica rubia de
rulos, delgada y con un morral colgado del hombro, buscando a alguien adentro
que tal vez la estaría esperando. Como aquella tarde de invierno en París; la
silueta de él a través de la vidriera del Bar ya sabiendo amargamente de
antemano las palabras que saldrían de mi boca ahora que la despedida de Paris
estaba cerca y al día siguiente el avión despegaría hacia Buenos Aires, dejando
a un Cyril más enamorado que nunca de mis pecas y migas de Croissant por la boca. Julien ahora ordenando
un flan con crema, en interrupción del recuerdo en avión a Buenos Aires, la
lágrima salada cayendo sobre el brazo de Cyril y los besos temblorosos y
mojados por un mar de desamor a distancia. Una despedida larga y fúnebre, un
Cyril agachado entre hombros flacos y altos y alejándose despacio entre la
gente sobre las calles de París. Rey a Reina. Y tantos días abarrotados de
llanto despojado sobre mi almohada, mi padre abrazándome otra vez fuerte y
silenciado por mi tristeza desahuciada sobre una cuna de pañuelos descartables.
El llanto acallado llegaría un año más tarde con la entrega de diplomas y un
trago a la salida, un beso distinto pero comparable como tantos otros,
auxiliando un olvido de besos cantores y melodías parisinas, perfume de páginas
húmedas. Un amor en pausa el de Julien y mío, abandonado en Buenos Aires y superado en París
por el azar de la vida bajo los hombros del hijo mayor de los Delahougue. Y
como en una conspiración de recuerdos que ya se configuraban en jaque a la
Reina, el trago y un beso de diploma robado. Julien ahora corta el flan con la
cuchara y de adentro cae desparramado un hilo grueso y denso de caramelo y los
ojos de Julien brillan más que nunca, como hacía tiempo y desde aquella entrega
de diplomas, no brillaban. - ¿Qué es eso?- Le pregunté más bien descuidando
alguna respuesta suya a mi pregunta. – El corazón del flan. - respondió llevándose
un bocado blando a la boca sin sacar la mirada gacha en el plato y masticando
dijo: -Jaque Mate.
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